Nada más acabar la universidad decidí hacer el camino de Santiago en bici.
El último curso tenía sólo dos asignaturas, el proyecto fin de carrera y unas prácticas en empresa. Y a una novia muy absorbente que me hacía fichar todos los días. Me propuso que fuera con ella todos los días a la biblioteca hasta que acabara sus exámenes, dos semanas más tarde. Apoyo logístico, lo llamaba. Yo, que soy un caballero, voy a omitir las fisuras que encontré en ese plan.
El caso es que acabé comprando unas alforjas y preparando el viaje. El peregrino debe serlo desde su lugar de origen, pero salir de Madrid me daba respeto y miedo, así es que decidí fumarme el tramo hasta Cercedilla, cogiendo para ello un Cercanías.
El tren pasaba a todas las horas y diez minutos. Salí de casa a las 8:30, para recorrer los escasos 3 kilómetros que me separaban de la estación. Debían ser suficientes entre diez y doce minutos para llegar, pero pasadas las once de la mañana seguía por el barrio. Se me habían caído las alforjas dos veces, había parado en una ferretería a comprar abrazaderas porque aquello se movía más que un barco con temporal y, tras atender tres llamadas de teléfono de mi novia para que reconsiderara mi inminente viaje, había decidido volver a casa a dejar el móvil y cambiar la ruta por si le daba por ir a buscarme. Al rato, me subí en un autobús hasta Pamplona para empezar desde allí.
El camino de Santiago resultó ser un perfecto ejercicio mental y, en esas fechas, lo más parecido a una romería. Hablé con mucha gente, de distintas procedencias. Cuando llegaba la hora de comer, siempre intentaba unirme a algunos ciclistas y parar con ellos. Si no era así, siempre alguien te hacía hueco en su mesa y la charla estaba asegurada.
Lo peor de ir en bici es que tienen prioridad los que van a pie en todos los albergues, y no siempre es fácil encontrar donde dormir. De Logroño a Burgos, podía subir el puerto de la Pedraja, con varios albergues, o bien ir por una pista paralela que no salvaba tanto desnivel, con un único alojamiento en San Juan de Ortega. Me la jugué y opté por esto último. Salió cara y me dieron la última plaza. Tras una rápida ducha, tenía media hora para cenar algo en un pequeño bar que había al lado.
Entré en la cafetería. Una mesa corrida con capacidad para 8 personas, con un hueco a la izquierda.
—Buenas. ¿Puedo sentarme?
—Claro —contestó el chico que estaba al lado—, sin problema.
—Gracias, ¿qué se come por aquí? —pregunté a ver si me aconsejaban.
—A esta hora sólo puedo hacerte un bocadillo —afirmó la camarera desde la barra.
—Perfecto, ¿lomo con queso puede ser? Y una cerveza, por favor.
—Enseguida.
En lo que duró este breve diálogo, cinco de las personas que estaban en la mesa se habían levantado y sólo quedaba una mujer, unos diez años mayor que yo, en el otro extremo de la mesa.
La verdad es que no me había quitado ojo desde que había entrado. Yo sexto sentido no tengo, pero tonto no soy.
—Hola —sonreí tímidamente, me llamo Sergio.
—Encantada —replicó —. Soy Chantalle.
—Hablas un perfecto castellano para ser francesa, tienes algo de acento.
—Sí, de París.
En ese momento algo dentro de mí hizo “click”. Por circunstancias que no viene al caso contar ahora, yo había estado ya seis veces en París, y, tras algunas preguntas banales que nos fueron acercando poco a poco, nuestro diálogo se centró en escrutar los mejores rincones de su ciudad.
—¿Qué es para ti lo más bonito de París? —sondeó ella.
—Espero la conozcas—dije preparando el órdago—. La librería Shakespeare & Company.
—¿La de Antes del atardecer, la segunda película de la trilogía?
—La misma —concedí yo.
En estas, la mujer que regentaba el bar, que también gestionaba el albergue, se acercó.
—Perdón, tengo que cerrar ya el bar y el albergue.
Se hizo un espeso silencio.
—Si han traído saco de dormir pueden descansar fuera, no va a hacer mala noche.
En ese momento nos miramos de esa forma en la que se detiene el tiempo. Yo trataba en vano de recordar cómo acababa la película “Antes de que amanezca”.
La mesera, con los brazos en jarras, arqueó las cejas.
Miré a Chantalle. La trilogía, antes de que amanezca… Hacía una noche de escándalo, y a mí, súbitamente, se me había pasado el cansancio acumulado de tantos kilómetros en bici.
—Creo que dormiré dentro, en cuanto vuelva a París empiezo la temporada de conciertos y no me gustaría que un resfriado lo echara todo a perder. ¿Tú qué harás Sergio?
—Sí, iré dentro también.
Pagamos y nos metimos al albergue. Ella había dejado sus cosas en el extremo opuesto al mío. Habían apagado ya las luces y a duras penas llegué al baño para lavarme los dientes.
Me tumbé en aquel camastro, tratando de ser honesto conmigo mismo. Estaba claro que con mi novia las cosas no iban bien, pero tampoco se merecía que la traicionara de aquella manera.
Haz las cosas bien, déjalo con ella cuando vuelvas y entonces plantéate otras historias.
Estaba claro que Chantalle no era más que una señal. Pero, ¡menuda señal! ¿Era cantante?, ¿tocaba algún instrumento?, ¿quizás fuera la manager de algún grupo?
Por un momento me la imaginé cantando el Voyage, Voyage, levantando el puño con el micrófono en la mano en vez de la bandera de Francia, como la libertad guiando al pueblo que pintó Delacroix, con los pechos al aire y…
Para, para, ¡no sigas por ahí!
A las cuatro de la mañana el primer peregrino se puso en pie. Me levanté raudo, con los ojos como platos.
Y aquí me quedo, que sólo tengo mil palabras. Y tres hijos, de nacionalidad francesa.
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